La piel del Atrato
“Para que haya paz se necesita devolver el territorio a la gente”
Río Atrato, departamento de Chocó. Diciembre de 2015.
“Para que haya paz se necesita devolver el territorio a la gente”
Río Atrato, departamento de Chocó. Diciembre de 2015.
Con el título del más caudaloso de Colombia, el río Atrato recorre más de 700 kilómetros del territorio nacional entre los departamentos de Chocó y Antioquia. Inmerso en la región del Darién, su cuenca ha sido uno de los principales medios de subsistencia de sus habitantes: población indígena y afrodescendiente que se asentó en esta zona trayendo consigo sus formas de vivienda, organización, trabajo, religiosidad; sus conocimientos y prácticas ancestrales.
Experimentar el Atrato es transitar un mundo que fluctúa entre la alegría, la tensión y la hospitalidad de sus habitantes. Un espacio dinámico, donde la corriente del río, la vegetación, la fauna, el calor y la humedad dan forma a una atmósfera que propone ritmos africanos e indígenas. Una belleza interrumpida por el dolor de las escenas de esa Colombia por momentos invisible: la del conflicto armado y la guerra.
Los rostros de sus habitantes cambian de expresión cuando comparten sus historias, aquellos tramos de sus vidas en los que el monstruo de la guerra los golpeó. En sus cuerpos, en sus rostros y sus miradas es posible encontrar el rastro sutil de sus heridas, veladas por una sonrisa que se empeña en el presente.
Este relato habla de un viaje de seis días a través del bajo y parte del medio Atrato por las comunidades de Bellavista (Bojayá), Napipí, Murindó, Carmen del Darién, Vigía de Curbaradó, La Grande, Domingodó, Rio Sucio, Unguía, Santa María La Nueva y Santa María La Antigua del Darién. Un recorrido finalizado a orillas del golfo de Urabá en Titumate, lugar desde el cual se regresa en panga a Turbo, al Waffe, muelle que en temporada alta moviliza a más de mil turistas que emprenden viaje a La Miel, Sapzurro y Triganá.
Navegando este río, fotografiándolo, se puede descubrir un territorio que en el imaginario de gran parte del país quizá no existe o es visto como un lugar inhóspito, cargado con el estigma de la guerra; la paradoja de una zona en que se encuentra la población más pobre del país en medio de una gran riqueza natural, la cual, históricamente se la han disputado las fuerzas estatales que, junto al accionar paramilitar, se han enfrentado a las guerrillas que concentraban el dominio de la mayor parte de la región.
Las imágenes presentadas en este trabajo han sido apoyadas con el relato oral de las comunidades que habitan el río Atrato, recogen algunos fragmentos de la memoria individual y colectiva de este territorio. La resistencia de las comunidades indígenas y afrochocoanas se convierte en acto de dignificación de sus propias vidas. En estas escenas, en estas miradas se encuentra una Colombia que habla, que nos pide su atención y que plantea serios interrogantes sobre el papel de las comunidades étnicas en el territorio nacional y la construcción de la paz.
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A mediados de los 90 el estado colombiano tituló las tierras para las comunidades indígenas y afrodescendientes del río Atrato, declarándolas dueñas de ese inmenso territorio. Para aquel entonces se pensó que esto sería el inicio de un sueño multicultural en la región; aquella ilusión en realidad se convirtió en el inicio de la peor ola de violencia que ha tenido esta zona, se le dio a la población una tierra en la cual iban a ser invadidos y hostigados. Las comunidades afros e indígenas de la región fueron marginadas por el estado colombiano que obró de la mano con los paramilitares de las AUC para retomar el control del territorio a través del uso de la fuerza y las armas. La muerte, que ya vestía la cotidianidad de un territorio sin hospitales y con altos índices de mortalidad por infecciones gástricas ocasionadas por el consumo de agua no potable, se agudizó en la cuenca del río Atrato desde diciembre de 1996, vistiéndose de fusiles, palos y motosierras.
A partir de 1996 los procesos de desplazamiento forzado en la ribera del río Atrato desincentivaron la producción agrícola, ya que, al retornar al territorio, las familias no lo hacían a los lugares donde anteriormente vivían en el bosque, debido a la sensación de inseguridad y el miedo. Por esta situación la población se congregó en las cabeceras de los municipios y centros poblados a la orilla del río y sus afluentes.
Para el año 1997 la incursión paramilitar por la cuenca del rio Atrato, desde el golfo de Urabá hacia el sur, marcó el inicio de una fuerte ola de desplazamiento masivo de comunidades afrodescendientes del Bajo y Mediano Atrato. Al desplazarse de sus fincas, los pobladores perdieron todo lo que allí tenían: su vivienda, cultivos, animales; muchos de los objetos personales que no podían cargar se quedaron atrás. Carmen que pasó dos años desplazada, dice:
“Acá hemos sufrido mucha violencia, vea en el desplazamiento, usted tenía su arroz, su maíz, sus marranos, para dejarlo todo botado porque tiene uno que ser desplazado por la guerra, a buscar otro lugar, a pasar trabajo. A nosotros nos tocó desplazarnos… vivíamos en la finca, teníamos de todo y nos tuvimos que ir para Pabarandó a comer yuca rucha en fincas ajenas, a dormir en el propio suelo en colchonetas”.
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El 2 de mayo de 2002 cerca de las 12 del día, en medio de un enfrentamiento entre paramilitares y guerrilla, una pipeta lanzada por las FARC estalló al interior de la iglesia de Bellavista, casco urbano del municipio de Bojayá. 119 personas que buscaban refugio, entre los que se encontraban principalmente mujeres y niños, perecieron aquel día. Tras la masacre –dos días después– Don Domingo Chalá, habitante del municipio, fue la persona encargada de recoger y dar sepultura a las víctimas, él cuenta con añoro cómo era la vida antes de que el conflicto armado llegara a la región:
“Yo me recuerdo que cuando yo estaba muchacho en el 60, vivía uno lo más de lindo en esta tierra, uno no conocía guerrilla, no sabía uno, ni oía mentar quién era paramilitar. Cuándo una persona asesinaba o mataba a otro, le digo que eso era un lamento duro en la vida, a ese lo apartaban de la comunidad. Todo el mundo sembraba la tierra, los viejos se iban para los montes con la sal, el cuchillo, su escopeta, su toldillo, su que comer, a montañarse, a cazar los animales de la selva para traer la carne salada a la casa. Ya hoy no se usa eso, ¿Por qué? Porque si usted se mete al monte, usted no sabe a qué hora se consigue usted con uno de las FARC, un paramilitar”.
“Después de ser un rio de vida, donde las necesidades básicas solo las suplíamos a través del mismo. Llegó un tiempo que no lo podíamos utilizar porque era mucha la gente, los cuerpos que rodaban por el río Atrato (…) Llegó el punto en que eran más los cuerpos que rodaban por el río que los troncos de palo o palizada y tuvimos que dejar de utilizar el agua porque era mucha la sangre derramada en nuestro río, y eso que nos prohibían darle sepultura a nuestra gente, a nuestros campesinos. Porque la mayoría era gente de las comunidades, gente que vivía de la pesca, de la madera, la agricultura, gente de nuestros pueblos que la mayoría conocíamos… y estos eran a diario sacados de sus casas, sacados de sus pueblos sin que nadie los defendiera, porque no había una fuerza que nos defendiera en esos momentos o en este tiempo”.
La cultura, autonomía y el control del territorio por parte de las comunidades afros e indígenas fue irrespetado y sometido por parte de los actores armados ilegales y en ocasiones por las fuerzas regulares del estado como el Ejército. Se quiso incluir a los pobladores, dueños de la tierra, en proyectos productivos que desconocían su identidad y cultura, convirtiéndolos en labriegos o mano de obra barata en monocultivos y plantaciones ilícitas. La población fue estigmatizada y señalada por los diferentes actores armados en disputa; la constante zozobra y la presión comenzaron a formar parte de la vida diaria de los habitantes del Atrato.
Antes había más agricultura, la gente cultivaba más, el campesino, el afro, el indígena vivían en paz, provistos por la abundancia de la tierra y el rio. La vida era tranquila narra la señora Feliciana del municipio de Bojayá, “aquí no había de qué preocuparse”.
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Aquellos caminos antes transitados ya han sido reclamados por la naturaleza, ahora en el monte son pocos los campesinos e indígenas que se aventuran a ingresar a lo profundo de la selva, el sonido de la brisa y los animales salvajes ya no son compañía para el aventurero. El miedo y la zozobra los han transformado en alarmas, son ruidos intranquilizantes pues como señala Domingo Chalá:
“usted se mete al monte, vio caer un palo que lo tumbó la brisa, ya usted cree que es un armado que viene a matarlo”.
Una de las principales consecuencias que ha traído el conflicto armado en el Atrato ha sido la desestabilización de la economía local. Los ejércitos se adueñaron de los recursos presentes en el territorio, desde lugares de residencia hasta alimentos, transporte y animales domésticos para sostener la guerra. Esta situación ante todo ha quebrado la seguridad alimentaria y con ella la economía de los pobladores de la zona, restringiendo la agricultura, la pesca y el intercambio de productos entre los diferentes centros poblados.
En la balsa, mientras lavaba la ropa y los trastes de la cocina, ella decía:
“La comida ahora es un tema trabajoso. Ahora hay que comprar las cosas en los mercados, en las bodegas. Antes, cuando uno vivía en el campo, uno cultivaba. Desde 2002 que se formó el despelote, la gente se vino del campo y abandonó todo allá… Algunos comenzaron a cultivar aquí -yo no- a mí no me gusta cultivar en tierra ajena. Entonces antes había más agricultura… El trabajo acá se agotó… Todavía uno vive con la psicosis de que le van a hacer a uno algo”.
“Había días en los que permanecíamos hasta un mes sin poder salir del pueblo o navegar por el río porque era prohibido. Pero gracias a Dios ya esto se ha superado y podemos andar hoy libremente por el río, navegar; estamos creando confianza”.
El 6 de diciembre de 2015, en Bojayá se realizó el evento en el cual la guerrilla de las FARC pidió perdón a la comunidad del municipio por lo sucedido el 2 de mayo de 2002. Ante los interrogantes sobre la paz y el perdón a los victimarios, los pobladores de Bellavista coinciden en que:
“Si el perdón que se pide es de corazón, hay que perdonar. Lo que no queremos es que pase más eso, que no toquen con uno que es inocente. Que eso no se vuelva a repetir”.
En la cuenca del Atrato se puede entender que la vida digna para estas comunidades es una interlocución de tres aspectos esenciales: medios de subsistencia, vivienda y tranquilidad. Señala Marisela mientras prepara algunos pescados que su papá salió a pescar al rio desde muy temprano para el consumo de la casa:
“Lo que uno quiere aquí es que uno pueda vivir como vivía anteriormente en este pueblo, sin ningún problema, sin ninguna dificultad, sin ningún temor. Que uno no tenga que tener miedo, ni que tenga que salir corriendo”.
El conflicto armado no solo afecta a los seres humanos, también tiene un fuerte impacto ambiental propiciado por la sobreexplotación y el saqueo de la riqueza del territorio. Milton Velásquez, periodista de la región, cuenta:
“El Atrato es la vida de los pobladores, este río ha sido fundamental para todo, toda la comunicación que ha entrado para el departamento del Chocó se hace a través del río Atrato… El Atrato ha sido fundamental porque es un río que tiene un recorrido muy amplio, más o menos 500 kilómetros navegables desde la desembocadura hasta Quibdó. Hoy, debido a la tala indiscriminada del bosque, al oro, a la minería ilegal, el río se está secando. Le están echando mucho sedimento al río, entonces eso ha hecho de que ya la navegabilidad haya disminuido y que esté bastante contaminado; por eso ya no hay subienda, este tiempo es tiempo de subienda y no hay, se está perdiendo eso”.
Las comunidades afrochocóanas e indígenas hacen uso de la palabra y la acción social para declarar el ejercicio de su autonomía y el control de su territorio. Aún hoy permanecen en la región las fuerzas militares del Estado, los paramilitares y las guerrillas. Los pobladores de la cuenca del Atrato con valentía continúan haciendo resistencia a partir de la reafirmación de su dignidad, su identidad y su cultura. Manifiestan cierto grado de optimismo ante la idea de la paz en Colombia, aunque para ellos debe tenerse en cuenta:
Autonomía en el territorio “Nosotros como negros, indígenas, queremos que haya respeto dentro del territorio. Porque si el gobierno mediante un referendo va a hacer contrario a las cosas que nosotros queremos, las paz no va a ser duradera acá, porque para que haya paz se necesita devolver el territorio a la gente (…) aquí en el Atrato, paz sin territorio no hay”.
Fuentes dignas de empleo “Que haya muchas entradas de empleo, que no haya necesidad de tanta violencia. Porque si hay en qué ocuparse, la gente no se dedica a robar ni mucho menos; los niños a estudiar, la gente a capacitarse. Aquí habiendo empleo, todo mundo vive bien, si no hay empleo la gente ya empieza a hacer cosas malas, a meterse al monte a pelear también allá”.
Medios de subsistencia “que le den la forma de sobrevivir al campesino colombiano para que se acabe la violencia, pero, una paz con hambre, no es duradera».
Desarme de todos los grupos “Para que se acabe la violencia tienen que acabarse los paramilitares, tiene que acabarse la guerrilla, pero si presionan es a la guerrilla y a los paras qué, entonces sigue la violencia. Tenemos que entrar en un desarme a todos los grupos “.